La Paradoja de la Unanimidad o paradoja de la elección unánime.
Para estudiar la paradoja de la elección unánime hemos de viajar al pasado un pelín. En la Europa de los años 70 y 80, bajo la égida de la URSS y en el contexto de la guerra fría, las llamadas repúblicas democráticas de Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Rumanía, Alemania… presumían de la estabilidad de sus respectivos regímenes (socialistas) y de la solidez de sus sociedades. Occidente, lleno de complejidades, de controversias y de contradicciones, presentaba sociedades mucho más conflictivas, donde el crimen era visible y la corrupción, generalizada. En esa lucha de ideas y pensamientos recuerdo (si, soy así de viejo) que los resultados de las elecciones eran espectaculares. En el monolito del sistema socialista los gobiernos eran reelegidos por mayorías aplastantes, del 90 o 95% de los votos a favor del representante del sistema. Y yo recuerdo pensar: «Esa gente sí que está bien organizada». El socialismo era un ejemplo al que aspirar.
Para los más jóvenes, hay que aclarar que en los sistemas socialistas y comunistas había, hay, elecciones. O, como veremos, una ficción de las mismas. En esas decisiones casi unánimes, salían elegidos los candidatos que el partido gobernante decidía. Y sólo aquellos. Para darle una pátina de verosimilitud frente a los ojos occidentales y la inteligentsia progresista europea, incluían candidatos peleles de otros partidos, que participaban de manera más o menos obligada de la fiesta de la democracia. Era su torpe forma de demostrar que no había represión y que la gente había elegido vivir así, en ese sistema feliz. Éstas elecciones amañadas se conocían como elecciones a la búlgara, por ser Bulgaria un ejemplo claro de amaño, en las que elegidos y electores participaban sabiendo perfectamente del engaño y estaban obligados a ello. Hemos de aclarar que nadie en su sano juicio hubiera votado en contra de los partidos comunistas o socialistas en el poder, porque significaba su muerte civil… o física, y las consecuencias afectaban a familiares y amigos del valiente. Y aunque se pudieran articular grandes mayorías o disidencias internas que votaran en contra del candidato, el sistema tenía ya soluciones preparadas para protegerse. Stalin decía, «lo importante no es quien y por quien se vota, sino quien cuenta los votos». Hoy en día vemos ejemplos latentes de este tipo de elecciones en los países que continúan bajo sistemas totalitarios: en Cuba, su presidente acaba de salir elegido por el 90% de los votos (marzo de 2023). No es un fenómeno antiguo o trasnochado, tiene plena actualidad. Y como podemos ver, son un poco más sutiles…
Cuando fui creciendo me fui dando cuenta de lo heterogénea que es una sociedad, de hasta qué punto somos todos diferentes y nuestras percepciones de la realidad distan entre sí. Dentro de una misma familia, es muy difícil que todos pensemos igual. Dentro de un barrio, encontramos mil tipologías de personas. Y ya en el mundo del marketing, a la hora de hacer clústeres de consumidores, nos encontramos con cientos de variables y diferencias que complican nuestro trabajo ad infinitum. Y sin embargo, vemos que, en contadas ocasiones, las corrientes de opinión se aúnan y se produce cierta unanimidad. Personas que nada tienen que ver entre ellos, llegan a pensar lo mismo sobre un tema determinado de forma legítima. O terminan votando a un mismo partido político por razones completamente diferentes. Es por ello que decidí explorar un poco más sobre los procesos de decisión de las sociedades en conjunto.
Encontré este vídeo sobre una charla TED en la que los autores hablaban de lo dudoso que es un acuerdo unánime. Y que comparto al 100%. Me gusta especialmente el ejemplo que nombran de las ruedas de identificación de testigos en las que una gran mayoría coincide en identificar al culpable del crimen. Me recuerda a la ronda de identificación de Sospechosos Habituales, mítica escena dentro de una mítica película. En nuestra película, los testigos no son capaces de identificar al culpable y finalmente todos salen libres. Como vamos a ver, el hecho de que los testigos no alcancen la unanimidad es lo que debería pasar, en teoría, para que la fiabilidad de la decisión sea mayor.
Pero si es unánime, si todos están de acuerdo… ¿será mejor, verdad?
Lo habitual es pensar que si todos están de acuerdo con un mismo tema, si todos piensan lo mismo sobre algo, es que eso es lo correcto. Vivimos en democracia. No pueden todos estar equivocados. O al menos no tanta gente.
O, en su caso, la decisión es unánime porque es una decisión obvia, ¿verdad?. Pongo un ejemplo: al 100% de las personas les ha de gustar el helado. O, por ejemplo al 100% de los individuos humanos adultos les ha de gustar practicar sexo consentido. Si te ofrecen dinero gratis, por no hacer nada, el 100% de las personas lo cogerá sin pensar. El color verde es color verde, no te puedes equivocar. Se puede pensar que un comportamiento así es armonioso y refuerza nuestro pensamiento de que en ciertas cosas, somos todos los humanos iguales. Son iguales que yo. ¿O no?
Reflexionemos un poco más.
Pensemos un momento en la teoría de Pareto: la distribución paretiana del 80% – 20%, una distribución que puede parecer extrema en ocasiones, pero que explica bien el comportamiento natural y humano en determinadas variables. Y sin embargo, en esa distribución tan ahusada, tan extrema que a veces es difícil de entender, miles de veces contrastada… encontramos un 20% de disidentes. Al menos una quinta parte de las personas piensan diferente, actúan diferente. Y todas ellas por motivos que pueden ser peregrinos, quizá temporalmente ciertos, pero válidos a sus ojos.
También los matices importan, la heterogeneidad. Las razones que llevan a unas personas a comportarse de una manera o de otra, en un mundo complejo como éste, impiden que existan decisiones monolíticas. Y con la influencia de las RRSS, de una sociedad cada vez más líquida y diversa, la elección unánime es prácticamente imposible. De hecho, al ser cada vez una sociedad más compleja, nos dirigimos cada vez hacia un aumento de la fragmentación de la opinión, alejándonos de la utopía unánime. OJO: no significa que esa minoría lleve razón, sino que piensa o actúa diferente. En las sentencias de los jueces, en las que un grupo de 6 o 9 de ellos emiten opiniones sobre un caso claro y aplicando estrictamente la ley, suelen tener presencia opiniones discrepantes dentro del equipo que decide, con interpretaciones distintas. Así que, cuanto más numerosa y heterogénea es la muestra, mayor es la probabilidad de que no se produzca unanimidad.
El error está presente, incluso en sistemas amañados. En el ejemplo que hemos puesto de las elecciones a la búlgara, los propios miembros del régimen incluían un porcentaje de votos que se contabilizaban fuera del candidato oficialista porque eran votos mal emitidos, equivocados, mal registrados o erróneos. Es decir, el propio sistema se equivocaba y dejaba ver ese error. El error juega en contra de la unanimidad y refuerza nuestra paradoja de la elección unánime.
En su momento hablamos de un fenómeno que siempre me ha llamado la atención, el teorema de los jurados. Al estudiarlo, vimos cómo un líder influyente, una persona con opiniones fuertes, puede tener peso en la opinión general, desequilibrando la balanza y llevando hacia la unanimidad. Pero también pudimos observar que, al tomar decisiones sobre opciones con número superior a 2, la decisión agregada deja paulatinamente de tener fuerza, de «llevar la razón». Según Condorcet, en caso de decisiones complejas, con más de 2 posibles soluciones, el grupo humano deja de tomar decisiones eficientes por mayoría. Imaginemos cómo es de falible esa opinión conjunta, y por lo tanto, lo variable que puede mostrarse, en casos de respuesta abierta o de respuesta creativa. Nuestra propia forma de tomar las decisiones juega en contra de la unanimidad.
La suerte y el azar influyen también, luchando en contra de las decisiones unánimes. Porque la suerte y el azar existen, forman parte de la realidad y determinan que no exista ni el 100% ni el 98% en la naturaleza. Los científicos lo saben e incluso en caso de conclusiones claras, se cuidan mucho de emitir afirmaciones rotundas: «Bajo estas condiciones determinadas, se observa que existe una mayor tendencia a….». La excepción confirma la regla. Y al mismo tiempo, destruye la unanimidad.
¿Debemos entonces de confiar en las decisiones unánimes?
Pues podemos ver que, generalmente, no. Nuestras alarmas han de sonar cuando encontremos mayorías absolutas de este tipo, sobre todo en caso mayorías unánimes que corroboran decisiones. Vemos que, por pura probabilidad, esa falta de fiabilidad del resultado ha de incrementarse si el número de participantes en la decisión se va haciendo mayor. Si tiramos 100 veces una moneda al aire y sale 100 veces cara, esa moneda está adulterada. También si sale 99 veces. Desconfiemos de los líderes políticos que obtienen respaldos tan amplios, sin contestación, en unas votaciones. Incluso si son votaciones internas en sus propios partidos, donde parece que tienen todo controlado. No podemos creer en competiciones que no muestran variabilidad en una dupla de ganadores eternos, porque hasta el mejor equipo tiene un año malo o con mala suerte. La realidad es enemiga de la unanimidad.
Por eso, cuando celebro un focus group, participo en un debate profesional o analizo los datos obtenidos en un estudio cuantitativo y encuentro decisiones unánimes o casi, inmediatamente sospecho del sesgo. Y reviso una y mil veces las posibles causas y probabilidades, para descartarlo con absoluta certeza. Pienso en la paradoja de las decisiones unánimes. Porque es realmente complicado que encontremos que una sociedad o un grupo heterogéneo (e incluso homogéneo) de personas se pone de acuerdo con algo al 98% o al 100%. Para alcanzar estos resultados cabe pensar sin exagerar en la manipulación de los resultados, en la coacción, en la amenaza o en el error. Seamos cautos y trabajemos para que estos resultados no nos lleven por el error.
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